Lo primero es que cualquier privilegio que tengamos
lo aprovechemos para ayudar a las víctimas, los vulnerables, los frágiles, los precarios, los pobres, los maltratados, los excluidos.
Lo segundo es que no es desde lo personal (ni desde
los buenos ni desde los malos) desde donde podemos hacer unas políticas más
justas para todos. Es desde lo transpersonal, desde lo no-personal.
Las protestas de los desesperados son totalmente
legítimas con todo y que en medio del mismo desespero serán siempre susceptibles
de ser perversamente infiltradas por los que no se ponen del lado de sus
reclamos.
Sin embargo, lo más difícil para las personas
(buenas o malas) es superar su propia personalidad que al mismo tiempo es lo
que impide pensar y actuar con más sabiduría.
Hay dos tipos de víctimas: la que se desgarra las
vestiduras exigiendo justicia con tono de venganza; y la que perdona y comprende
el dolor y por ello se niega a producir más dolor.
No se trata como creen las personas de unirse a los
insensibles. Se trata de ser más inteligentes. Y no se trata como creen los que
se creen más inteligentes de pedirle “peras al manzano”, sino de educar en la
libertad y la responsabilidad, en la sabiduría y la compasión.
Un transpersonal siempre se pondrá en los
conflictos del lado del más débil, pero nunca se pondrá del lado de las
personas. Ser persona, buena o mala, no hace más que perpetuar la injusticia,
porque solo los transpersonales, las no-personas, han ampliado su mirada más
allá de la necesidad de comida, sexo, poder, amor romántico, hablar por hablar,
comprender por comprender o ser por ser.
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